Κυριακή 21 Οκτωβρίου 2018

ΣΕΣΑΡ ΚΑΝΤΟΝΙ



CÉSAR CANTONI


HABANERA

Mi madre nació en La Habana,
mientras Fidel preparaba
su llegada al mundo
pocos años más tarde.

(Entonces, el aire olía a tristeza
y las calles eran nicho
de putas y mendigos.)

Cuando Fidel nació,
mi madre se marchó de Cuba,
sin saber que lo hacía para siempre.

Podría haber sido –me gusta especular–
la hermana mayor del Comandante,
su aliada de sueños juveniles
o, acaso, una humilde guajira
en las filas revolucionarias,
si el Gran Libretista lo hubiera consentido.

De La Habana, mi madre
sólo recordaba un patio español,
y unas macetas con dalias y malvones,
y la carpintería donde su padre
engalanaba la madera.

(A veces, aunque parezca extraño,
le bastaba esa cuerda fina
para tirar de la nostalgia.)

Cuando Fidel entró en Santiago
como un viento nuevo,
pateándole los glúteos al imperialismo,
ya hacía dos décadas que mi madre
hollaba tierra argentina:
atrás habían quedado el mar, Galicia
y la guerra feroz entre españoles.

Varios años después,
y luego de idas y vueltas diplomáticas,
mi madre pudo probar al fin su identidad:
los papeles llegados del Caribe
la mentaban con nombre y apellido.

(Eran tiempos de encono entre la isla,
que empezaba a andar sola,
y mi patria tomada por sargentos.)

Desde entonces, mi madre no tuvo
hasta el día de su muerte,
entrado el siglo XXI,
otra ciudadanía que la cubana.

¡Pero qué bella era mi madre
cuando paseaba su porte por la casa
–del patio a la cocina,
del baño a las habitaciones–,
encerando los pisos,
ordenando la ropa en los placares,
con una habanera infaltable a flor de labios!

No, yo nunca visité La Habana.
Sin embargo, suelo pensar
que alguna vez estuve allí,
que allí empecé a cobrar vida sin saberlo,
y un aroma de dalias y malvones
me conduce hasta un patio español y una carpintería.


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