ALVARO MUTIS
LA ORQUESTA
1
La primera luz se enciende en el segundo piso de un
café. Un
sirviente sube a cambiarse de ropas. Su voz gasta los tejados y en
su grasiento delantal trae la noche fría y estrellada.
2
Aparte en un tarro de especias vacío, guarda un mechón
de pelo.
Un espeso y oscuro cadejo de color indefinido como el humo de los trenes cuando se pierde entre los eucaliptos.
3
Vestido de amianto y terciopelo, recorrió la ciudad.
Era el pavor disfrazado de tendero suburbano. Cuántas historias se tejieron alrededor de sus palabras con un sabor de antaño como las nieves del poeta.
4
Así a primera vista, no ofrecía belleza alguna. Pero
detrás de un cuerpo temblaba una llama azul que arrastraba el deseo, como arrastran ciertos ríos metales imaginarios.
5
Otra luz vino a sumarse a la primera. Una voz agria la
apagó como se mata un insecto. A dos pasos de allí, el viento golpeaba ciegas hojas contra ciegas
estatuas. Paz del estanque... luz opalina de los gimnasios.
6
Sordo peso del corazón. Tenue gemido de un árbol. Ojos
llorosos limpiados furtivamente en el lavaplatos, mientras el patrón atiende a los clientes con la sonrisa
sucia de todos los días.
Penas de mujer.
7
En las aceras, el musgo dócil y las piernas con
manchas aceitosas de barro milenario. En las aceras, la fe perdida como una moneda o como una colilla. Mercancías. Cáscara débil del hollín.
8
Polvo suave en la oreja donde brilla una argolla de
pirata. Sed y miel de las telas. Los maniquíes calculan la edad de los viandantes y un hondo, innominado deseo
surge de sus pechos de cartón. Mugido clangoroso de una calle vacía. Rocío.
9
Como un loco planeta de liquen, anhela la firme
baranda del colegio con su campana el fresco olor de los laboratorios. Ruido de las duchas contra las espaldas
dormidas.
Una mujer pasa y deja su perfume de cebra y poleo. Los
jefes de la tribu se congregaron después de la última clase y celebran el sacrificio.
10
Una vida perdida en vanos intentos por hallar un olor
o una casa. Un vendedor ambulante que insiste hasta cuando oye el último tranvía. Un cuerpo ofrecido en gesto
furtivo y ansioso. Y el fin, después, cuando comienza a edificarse la morada o se entibia el lecho
de ásperas cobijas.
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