Κυριακή 23 Ιανουαρίου 2022

ΓΙΟΛΑΝΤΑ ΒΕΔΡΕΓΑΛ

 


YOLANDA BEDREGAL

MAR DE LLUVIA

Había una vez un sótano en mi casa. Siempre había ese sótano, pero solamente aquel día empezó a existir para mí. Esa vez yo tenía seis años y llovía mucho. –tanto como sólo llueve cuando se tiene seis años.

Por las calles venía el agua- Las gentes estaban en sus casas. El aguacero no sabía que se camina sobre las aceras y se venía por el ángulo de ellas, salpicando hacia arriba como si quisiera regresar al cielo.

Mi hermano estaba contentísimo porque acababa de descubrir que no sólo llueve de los techos sino del cielo entero. Y como todos estábamos alegres salimos a echar barquitos de papel hechos con las hojas de un libro de cocina de mamá. Nos manchamos la ropa, pero sólo a mí me castigaron porque llevaba un traje nuevo. Desde entonces he odiado los vestidos nuevos...

Me encerraron en el sótano. Era un cuarto grande atestado de cosas inútiles, baúles, ropas, porcelanas, fierros. La ventana era un esqueleto de cinco varillas a la altura del piso del callejón. De modo que, de mi encierro sólo se veía los pies de la lluvia y unos hilos de agua que resbalaban por la pared.

Yo quería la lluvia como un juguete y ella venía a buscarme hasta el sótano.

Cansada de llorar me senté sobre un montón de ropa y me olvidé recomenzar el llanto. Sucedió entonces algo maravillosamente sencillo. A una gota de llanto caída en la punta de mi zapato de charol le salieron alrededor unos hilos como patas de araña. Ya no necesitaba de la lluvia. Aquella gota era bastante; era un mar con sus ríos en todas direcciones.

(-De tanto achicarse mi ropa, ¿estará cabal para mis muñecas algún día?- Y mi madre me había contestado: -Es que tú creces, la ropa no se acorta-).

El mar era muy grande. Pero no tan grande. Yo crecía.

Ahora me achicaba para que creciera el mar. El otro, el mar de lluvia que se quedó fuera con mis hermanos, estaba resucitado en la punta de mi zapato.

En el sótano había un baño de porcelana blanco y pequeño. Una muñeca con traje de raso rojo ocupaba el baño como un ataúd. Fuera le colgaba un brazo de trapo herido. Se le escapaba la sangre de viruta y acababa en una mano de porcelana, limitada, como un guante. Sobresalía su peluca rubia, pegada en un solo punto a un fragmento de cráneo que daba vuelta a la mandíbula hasta la fila de los dientes inferiores como teclas de un piano en miniatura.

La belleza mutilada de esa muñeca me cedió su ataúd.

Es el ensayo del naufragio.

 


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