ABELARDO
CASTILLO
ESPEJOS
Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.
Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.
Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.
Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.
Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.
Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.
Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.
Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.
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