CARLOS BARBARITO
CUATRO POEMAS PARA EUGENIO MONTALE
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PIDO: UN BREVE ESPACIO PARA LA ANÉMONA…
Pido: un breve espacio
para la anémona,
una visión con pálido
amarillo
y una fragancia que casi
salve el instante;
porque de lo que fue, apenas
una señal en la madera,
grabada con punzón, que
los días
con sus noches tornaron
incierta.
De codo a garganta,
un peso que aumenta,
un clima fijado con
clavo,
por ello inmóvil: ¿qué
claridad o lluvia
puede ahora verse más
allá de la ventana?
Más no pido, erra el
resultado
al cabo de la suma,
del vuelo que no deja el
suelo
y la trama se desteje
mientras confía, cada
vez con menos fuerza,
que el invierno no fuerce
la puerta y entre.
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LA VOZ SE PROLONGA PARA EVITAR EL AGOBIO…
La voz se prolonga para
evitar el agobio,
el polvo que se acumula
en los pétalos de las
flores,
aquí, sobre esta mesa,
artificiales,
el repetido, monocorde
remedo de amor bajo las
sábanas
y el paisaje con árbol
flaco y sin ramas
que, tarde o temprano,
un gran viento tumbará.
Dura porque si no durara
sería el fin del último
recurso:
luego, ¿qué?, tal vez un
metal
al que fuerzas ciegas
desimantarán;
tal vez lo innúmero
volviéndose una escena única:
seguiré respirando,
seguirás respirando
pero nadie nos oirá,
o nos oirá sólo una espesa
sombra,
la de ninguno.
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NO SE DIBUJAR Y MENOS LA RUTA…
No sé dibujar y menos la
ruta
de la nave que te
conduce lejos;
es tarde para sanar la
infancia
y lo que fuera la luz de
un lejano,
mínimo relámpago
reflejado en un espejo
se volvió, de pronto, un
gran trueno que sin pausa retumba.
Solo, ahora, en un
jardín penetrado,
en algún pabellón de
incurables,
pretendo seguir tu viaje
en un mapa infiel,
que miente curso y
distancia;
caricia que se torna
aguja
y brota un poco de
sangre del muslo:
lo que anuncia el nuevo
día
cumple con su labor
y se oculta, y se rompe.
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NADIE PUEDE, AL PARECER, ILUMINAR…
Nadie puede, al parecer,
iluminar
si no es por linterna o
pirotecnia;
nadie, ninguno puede
hablar
que no sea desde su
lengua y garganta,
mirar con los ojos de
sus ojos
para ver otra casa y
otro jardín.
Qué mundo, entonces,
éste,
de lado a lado conocido,
estable y sólido,
anudado desde siempre,
desde siempre salvado, al
menos por un momento,
no por nosotros, por
algún ave
que lo sobrevuela.
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